No se vive en el pasado.


Recordando aquel glorioso pasado que tuvimos aquellos que vimos cómo el dinero empezaba a rendir menos, me llegó a la mente el día que acampé con varios de mis amigos de la infancia. Nos dirigimos a Taxco, la preciosa cuidad de plata, hoy sitiada por el narcotráfico; eramos jóvenes y en el camino lo demostramos subiendo alcohol al autobús. Ya pasadas las horas del trayecto entramos a la preciosa ciudad de paredes blancas como la cal, donde ninguna resalta más que las demás, y emprendimos nuestro viaje. Nuestro destino era el famosísimo lugar de Mil cascadas, precioso lugar de campistas que todo forastero tiene que ver, lamentablemente nadie de nosotros había ido ahí antes, así que y como de costumbre -preguntando se llega a Roma-, pensé pero no fue así. Los lugareños, no sé porqué motivo, nos dieron direcciones distintas y equivocadas por lo que terminamos en un lugar al que la gente le llamaba La cascada
¿Qué te viene a la mente cuando alguien dice "mil cascadas"? Por lo menos diez o veinte, ¿no? Pues llegamos a un lugar donde solo había una cascada, una sola cascada, y para poder ver las demás, uno tenía que adentrarse en la selva entre iguanas, lianas y pequeñas cascadas que podríamos más bien considerarlas como charcos. Después de caminar cerro arriba durante horas, llegamos a un sitio donde se podía acampar, digo que se podía porque el cerro lo permitía, la sorpresa fue que al llegar, no nos encontramos maravillados por la cascada de diez metros que ahí había, sino por el hecho de que había un toro bebiendo del río que de la cascada emanaba. El amistoso local que nos acompañaba nos dijo que del toro ni nos preocupáramos, que era bien "joto", que a lo que de verdad le teníamos que temer eran a las piedras que caen de la cima, que esas sí matan gente. Esto quitó al toro de nuestras mentes, lo notamos durante la primera noche cuando nadie pudo conciliar el sueño por temor a ser aplastado. Como si esto no fuera suficiente, rocas gigantes yacían a nuestro alrededor como un pequeño recordatorio de que éramos sólo pequeños insectos para la montaña. Decidimos disipar nuestras preocupaciones con alcohol y de hecho fue muy divertido empezar a molestar a los que estaban de abstemios; esperábamos el momento en que lograban dormir y gritábamos "Cuidado!!!" a su alrededor mientras los pobres se levantaban desesperados como si fueran a morir. En el segundo día de nuestra aventura juvenil decidimos ir a buscar peligros entre la maleza e ir "cascadas" abajo. Yo, como un reflejo salido de lo más primitivo de mi masculinidad, decidí probar suerte e ir a cazar una iguana o algo que pudiera asar en la fogata y comerlo. Nadie tuvo suerte, caminamos tres horas, avanzamos cincuenta metros y las únicas iguanas que vi estaban fuera de mi alcance. En el camino de regreso teníamos que trepar un muro de rocas salidas de aproximadamente cuatro metros de altura y, como todo joven inexperto en los menesteres de la supuesta supervivencia, subimos uno tras otro la escarpada pared sin cuidar del que venía detrás, lo cual es estúpido y no debe hacerse nunca ya que una de las piedras que no estaba tan ceñida a la pared se soltó, moví mi mano para realizar ese último esfuerzo que me llevaría a la cima y llegué, pero un montón de piedras cayeron sobre mis amigos y una de ellas, la que yo tiré, tenía el tamaño suficiente para causarle un severo trauma a mi amigo y probablemente traer de vuelta a casa sólo malas noticias en vez de historias graciosas. Lo bueno es que no sucedió y la piedra sólo pasó cerca de su cabeza; muy cerca, lo suficiente como para quitarnos la sed de aventura y regresar a nuestro campamento. Ya de vuelta teníamos éste, llamémosle ritual, que consistía en ir por agua "potable" justo en medio donde caía la cascada, lo cual, como se puede suponer, resulta una labor muy poco placentera, ya que el agua ahí es lo suficientemente fría como para congelar el corazón de tu antigua amada. El sacrificado debía ponerse ante la caída del agua y como clamando a Dios por un milagro, levantar los brazos sosteniendo una olla para que ésta se llenara. Decidíamos quién iba por el agua mediante el popular juego "disparejo", lo malo era para los que no se juntaban con nosotros tan seguido, pues les hacíamos trampa y los mandábamos más de una vez a la cascada helada. Entrada la segunda noche, vimos un increíble espectáculo que nunca había visto y no creo volver a presenciar: luciérnagas, miles de ellas, por doquier. Este precioso y maravilloso espectáculo no nos quitó la idea de irnos al siguiente día. 
Y así lo hicimos, solo regresamos a La cascada una vez más y fue para llegar de noche y perdernos en la jungla de ida, la peor experiencia que a un campista inexperto le puede pasar. Pero esa es otra historia.
Bien dicen que las malas experiencias ayudan a que no sean tan malas la próxima vez. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El suicida...

Is it OK to use stereotypes?

El capitalismo malo.